viernes, 25 de febrero de 2011

Con los pelos de punta

Vengo de una familia de gente peluda. Es una mezcla común de mi tierra: una parte indígena, una parte europea. La mezcla infortunada generalmente produce en su mayoría mujeres con cabello grueso y abundante vello, á la Frida Kahlo. Dicho eso, una de las peores cosas que le pueden pasar a una mujer es tener mucho pelo. Es vergonzoso, alienante casi. Recuerdo todavía con espanto como compañeritos de colegio me miraban las piernas a los 12 (si, todavía no tenía permiso para depilarme a los 12. Eran otros tiempos, gente) y mitad muertos de risa, mitad desconcertados de que yo tenga mayor cantidad de vello que ellos mismos, me inventaban un sinfín de sobrenombres que iban desde “mona” a cosas que son demasiado dolorosas recordar…son crueles los niños. Tiempos duros, los años de mi adolescencia.


Desde el inicio de los tiempos las mujeres se obsesionan con el dominio del pelo. Las egipcias se depilaban hasta las cejas con una mezcla de sangre de animales, tortugas, gusanos o la grasa de hipopótamo (papiro de Eber 1500 a.C.). Usaban ceras que se hacían con azúcar, agua, limón, aceite y miel ó sicomoro (árbol sagrado), goma y pepino. Y mirá que te tiene que dar mucho asquito tu propio pelo para ponerte esas cosas en la piel. En fin.


Por supuesto, está una minoría absurda que ocupa un porcentaje de mujeres a las que envidiamos con todas las fuerzas de nuestro ser. Son las féminas sin pelo, que no necesitan depilarse porque apenas les salen tres pelitos locos en las piernas, en los brazos no tienen nada más que piel sedosa y su cabellera es una abundante pero espléndidamente controlada cascada brillosa, preferentemente lacia. Esas son las chicas que, aburridas de la facilidad de la vida, dicen “como quiero tener rulos”.


Y yo no solamente tenía copioso vello esparcido por todo mi cuerpo, que depilé con ferocidad obsesiva apenas mi mamá me dio la luz verde. Nono, eso hubiera sido hacerme la vida demasiado fácil. Nací con pelo negro, enrulado como cinta de moño de regalo… y eso no era todo; un volumen para hacer escuchar a cualquier bandita de barrio como si fuera Metallica en sus buenos tiempos. Imagínense un afro descomunal en la cabeza de una flacucha de piernas como palitos. Not good, not good, my friends. Y no ayudó el hecho de que, con la mejor intención del mundo, mi mamá me cortó el flequillo (moraleja: si tenés el pelo enrulado NO PODES USAR FLEQUILLO) dando como resultado la hilaridad del público en general.


Fueron muchos años de muchísimas gomitas, hebillas, y cuanto cosa hubiere para tratar de domar. Años de peines rotos tratando de desporrar el matorral sin rumbo de mi cabeza. También probé cremas para peinar alisantes y demás (sobre el punto: Sedal, me mentiste. Ya no te creo nada). Nada ayudó. Lo único que traía un alivio momentáneo era la popular planchita, pero dado que conocen mi aversión a la peluquería, eso tampoco sucedía muy a menudo. Zafé un tiempo tiñéndome de rubio y haciéndome la Shakira, pero eso tampoco prosperó. Atraía demasiados tilingos.


Finalmente, llegó un día que mi queridísima Cecilee me contó que había probado un nuevo tratamiento para alisar el pelo que aparentemente era un milagro a ojos vistas. Mi escepticismo fue completo, claro. Pero no suficiente como para que, eterna optimista (o consumista… qué, no significa lo mismo?) marché de inmediato a conocerle a este genio que domaba las cabelleras de aquellas que acudían a el.


Eso fue en Octubre. Y mi pelo es lacio. Lacio como un afgano, lacio como nunca en la vida lo tuve ni hubiera podido soñar. Sedoso y suave como anglosajona recién salida de un comercial de Head & Shoulders. Nunca se los mostré porque no suelo poner fotos mías en el blog. También porque, francamente, la vida con pelo lacio es tan genial, que mis 27 años anteriores pasaron velozmente a ser un mal recuerdo, perdido en el baúl de mi memoria.


Ayer acompañé a mi mamá a que se haga lo mismo. Digna progenitora, su escepticismo era igual, sino mayor que el mío. Yo suspiré y le dije que se despida de los días de cabello descontrolado (que ella en realidad jamás permitió que se vea. Va religiosamente a la peluquería una vez por semana y se espanta de mi dejadez) mientras me sentaba a su lado con una pila de revistas. Hoy, y bajo su expreso consentimiento, les comparto las fotos del antes y el después:


ANTES  (cualquier semejanza con el Rey León es pura coincidencia)



                                                                                 
                                                                                                             DESPUES Diva absoluta!


Y mentira que las chicas nunca estamos contentas con lo que tenemos. Yo tenía rulos. Ahora tengo el pelo lacio, y nunca más quiero volver atrás.


Amén.


Pd: hoy mi mamá estuvo todo el día con las puertas y ventanas abiertas, testeando si la humedad no arruinaba su lacio. Resultado? Pelo espléndido como comercial de shampoo. Creo que va a llorar de la emoción.

1 comentario:

Angélica Sánchez de Gavilán dijo...

Decime donde!!! qué tipo de alisado y con qué producto.. algo decime por favooorrr... jajaja! en serio me gustaría saber :)

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