viernes, 27 de agosto de 2010

Gardel, un tanguero calamitoso.

Para aquellos amigos de la casa que suelen aparecer por el blog, es bien conocido el afecto del esposo por los labradores. Es más, creo que salíamos del atrio de la iglesia con gente tirándonos arroz con sospechosa agresividad cuando me dijo “quiero tener un labrador”. El hombre no tenía problemas de que vivamos en un departamento grande como la caja de cartón de una heladera, ni de que vayamos a esperar años para siquiera empezar a planificar descendencia, no. El quería dejar bien claro que quería un perro, y no cualquier perro, un labrador. Si, una pareja recién casada que adopta un labrador rubio, un dechado de originalidad es, a veces, el esposo.

En síntesis, apenas se pudo concretar su venida, llegó a nuestras vidas Mateo, y así como llegó, se fue. Y puede sonar ridículo, pero recuperarnos de su partida fue una de las cosas más duras que atravesamos. Los meses pasaron y el departamento caja de heladera pasó a ser una casa con muchos más cuartos de los que podíamos llenar con nuestros escasos muebles de recién casados. También tenía mucho más espacio del que podía llenar nuestras voces. Hacía falta algo, y mi consorte, obstinado empedernido, sugirió considerar traer otro cachorro. Cuando me quise dar cuenta, llegó flamante desde Posadas Wafles, que aceptó contento la invitación para venirse a vivir a Asunción, pero hasta ahora ladra con acento argentino. Y como cuando bajás la guardia en algo que el otro quiere en el matrimonio estás frita, un día de agosto del año pasado viene Horacio y como quien no quiere la cosa, me dice:
-“la perra de mi compañera (si, ya sé que se puede leer muy mal, pero así fue) va a tener cachorritos, y me ofreció uno”   
-“pero si ya le tenemos a Wafles” dije yo
-“es una labradora, cruzada con un labrador”
AUCH, dolor de corazón, y una mirada suplicante. Perdí tristemente en todo intento de disuasión, y llegado el día, partimos a buscar al nuevo miembro de la familia.


Lo primero que pensé cuando le ví es que no era un labrador puro, porque en lugar de orejas tenía dos botones casi invisibles y tenía miedo de todo. Y la que tenía un miedo paralizador era también yo, qué les voy a decir. Tenía miedo de quererle a la bolita de pelos, y que se me vaya. Entonces alcé upa a mi delmer* y me mantuve al margen mientras el esposo rodaba en el cielo de los sueños cumplidos..

Gardel se llamó así en evidente homenaje a la Argentina de Horacio, y tuvo un crecimiento tan rápido que no entendíamos en qué momento del día crecía tanto. Estábamos orgullosos, lo llevábamos a pasear, lo exhibíamos “mirá mi labrador gigante, pesa 10 kilos, come hasta plástico, rompe puertas, excava pisos” Ni que fuera que habláramos de una excavadora. Nos gozábamos cuando corría y se despatarraba por el piso detrás de Wafles, que grácilmente agarraba en el aire la pelotita que se le tiraba y con aires de bailarín, venía corriendo junto a nosotros. Fue poco el tiempo que pasó hasta que sospechamos que Gardel tenía algo especial, y no de lo lindo especial. Era particularmente dado a las calamidades. En una ocasión casi se nos muere de una dudosa intoxicación que lo tuvo 7 días internado. También tenía cojeras inexplicables, hasta que un día juntamos coraje y lo llevamos a hacerse placas.

Gardel fue diagnosticado con Displasia de cadera en grado 4. Es decir, muy grave, y con posibilidades de enfrentar una operación que no sólo salía la mitad de nuestros ahorros, sino un tremendo trauma para él, con bajo porcentaje de probabilidades de mejora. Otra alternativa era la eutanasia. No recuerdo haber llorado tanto como ese día. Es como que de arriba no nos daban el visto bueno con el tema de los perros y ya ni eso, el muy plaga se me había metido hondo en el corazón. Porque verán, apenas empezó a desarrollar una personalidad y a tomar interés en nosotros, Gardel decidió que su dueña era yo y comenzó a seguirme a donde fuera, aunque sea que sólo vaya a la cocina, y se levantaba trabajosamente, caminando como un abuelito, con sólo 6 meses y se acomodaba donde yo estuviera, para volver a repetir el proceso si me volvía a mover. Sabíamos que estaba en profundo dolor (se le daba una dosis de morfina diaria) pero casi no se quejaba, y cuando lo hacía, era un quejido tímido, casi apologético por molestarnos con su dolor. Sin desmerecer los sufrimientos de nadie, esto era una pelea diaria que casi siempre terminaba en lágrimas de pena por mi pobre cachorro inocente y de rabia por la ironía de la situación.

Gracias a Dios por la intervención de la mejor traumatóloga del país, la Dra. Reneé, que nos dijo que si estábamos dispuestos a cuidarlo y a seguir un tratamiento, íbamos a pelear por él. Nos presentó a la Dra. Meli, que estaba en el proceso de tesis para recibirse de veterinaria, y que iba a basar su investigación en el desarrollo de técnicas de mejora en displasia y traumas con ayuda de terapia electromagnética. Y así, sin pagar un guaraní, Gardel se vió convertido en sujeto de la investigación y forzado a 30 minutos de terapia en paletas, y posteriormente un cilindro electromagnético. Y para el kilombo que armaba, parecía que durante esos 30 minutos diarios estaba perfectamente, el infeliz. Aparte de eso, recibió la prescripción de tomar todos los días y de por vida, una solución antiartrítica que pelea contra la deformación de su cadera. De eso hace seis meses de tratamiento seguido; hoy ya no necesita la morfina y hasta puede ser que no necesite la operación. Pero no es un perro normal.

Nunca en todo el tiempo que lleva en la familia pude escribir sobre él. Cada vez que empezaba, paraba y me iba. Cuando el esposo me preguntaba por qué no escribía sobre él, cambiaba de tema con un “no me sale nada”. Hasta ayer, que vino de repente y me puso una pata en la pierna, y cuando se fue y miré hacia abajo ví que tenía el jean manchado de sangre. Por dos segundos mi cabeza dejó de funcionar y por poco me desplomo hasta que reaccioné, le salté encima,  le apliqué una llave para tirarle al piso (pesa 40 kilos) y le saqué a Wafles afuera, porque la sangre le ponía nervioso. Mientras le tartamudeaba a Horacio en el teléfono que Gardel estaba sangrando y que me iba a morir si algo le pasaba, le pasaba algodones para limpiarle la herida con la mano temblando, mientras él me miraba con esos ojos nobles y me movía la cola. Finalmente vino la Dra. Meli (que a éstas alturas ya es parte de la familia), le revisó, y anunció que se arrancó el espolón (uña superior). El procedimiento fue rápido, se le puso anestesia y se le extrajo la uña, final feliz. Pero fue en medio de la crisis neurótica y el perro encantado de la vida de comer antes de hora –le tuve que sobornar con comida para que se quede quieto- que me algo me hizo clic: cuando la Dra. le revisaba, yo tenía su cabeza en mi regazo, y le cantaba la canción que siempre le canto cuando algo le duele. Mi querida Meli me miró y me dijo; -“chúlina, Pao, lo que le cantás”... Esta es la canción que le canté a mi amigo, el que decidió que yo sería su dueña, el que me pone la cabeza en el regazo, el que me mira con ojos de todo, el que cuando mueve la cola, mueve toda la cadera, el que se ríe con su risa de perro cuando le miro, el que camina pegado a mi izquierda donde sea que yo vaya:




No, Gardel no es un perro normal. Es el perro de mi vida. Mi labrador fallado, torpe y al que rehusé querer cuando llegó, es el perro de mi vida y por el que peleamos con garras y dientes contra una condición degenerativa. Y es mi preparación más fuerte para cuando los sonidos a los que tenga que acudir sean llantos de bebé, y no ladridos. Feliz un año, cachorro, vos también merecías un post.



*delmer: expresión local cariñosa para referirse a un perro cruza, sin raza.

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