miércoles, 7 de septiembre de 2011

El esposo está enfermo.

imagen vía google


Les había contado que ando haciendo dando mis primeros pasos en la cocina, con resultados no descollantes, pero definitivamente no desmoralizantes tampoco. Es un trabajo en desarrollo, y tengo que admitir que cada vez más me siento más confiada y contenta cuando algo sale bien. Debe ser algún chip que tenía adentro y se prendió ahora. Eso no significa que me vaya a convertir en Sarita Garófalo o Julia Child*, pero ciertamente quiero ir mejorando.


Ahora, el otro día me encontré recordando como pasaron los últimos días. Yo consultando a mi ilustre consorte qué le gustaría cenar y el respondiendo: “burritos, bruschettas, pizza, tarta, empanadas al horno, spaguetti, sopa” y asi.. llegaba el señor de la casa y yo tenía lista la mesa o una linda bandeja con la cena a punto. Y les digo en serio, es genial ver la cara de la gente amada cuando les gusta algo que salió de tus manos. Pero como ya sabrán los antiguos lectores del blog, el esposo no es particularmente sutil a la hora de manifestar lo que NO le gusta.


Una noche en particular entró cuando yo llevaba una hora y media preparando un relleno en la cocina y su flamante saludo fue: “acá huele feo”, arrugando la nariz y con semblante de ofendido por ser recibido después de una dura jornada de trabajo con aromas que desagraden a sus excelentísimas fosas nasales. Quise tirarle el relleno por la cara y rajar a comer Mc Donalds, sola. Pero no, me limité a mirarlo con los ojos en blanco, las manos en puños, los pelos parados y la frente sudada por el esfuerzo, y me di la vuelta, porque si le decía algo en ese momento, sin duda iba a ser alguna guasada. Y como yo creo que de la abundancia del corazón habla la boca, no quiero que mi boca sea la tapa de una cloaca. Nada menos elegante que una mujer que trate de ser espléndida y sea una bocasucia. Pero si, el rey de las sutilezas nunca fue, el esposo. Sus halagos son parcos (“esta rico, nena”) y sus críticas son letales (“esto tenía que ser así?” “se te fue la mano con la sal” “no, gracias, voy a comer pororó” “eso te vas a poner?”). Bueno, por lo menos nunca me salió con que la comida de su mamá es más rica; creo que eso sería el acabose.


Así es como llegué a una de estas jornadas, donde encontré la pileta llena de platos y ollas sucias, y poniendo manos a la obra, ataqué con detergente y esponja. Y me llegó uno de esos momentos de iluminación que llegan pocas veces en la vida. Ahí estaba parada yo, esposa CON UN TRABAJO, obligaciones profesionales, madre de dos perros destructores y demandantes, y tantos otros roles, lavando los platos de la comida que PREPARE, SERVI y RETIRE. Sentí las virtuales orejas de burro crecerme en la cabeza.


Y no voy a ser injusta, el esposo ha lavado los platos. Lo habrá hecho unas diez veces en los tres años que llevamos casados, pero lo hizo. El tema es que ahí mismo me cayó la certeza como balde de agua helada: el esposo está enfermo. Tiene que estarlo, es la única explicación.


No puede haber otra cosa que explique el hecho de que él encuentra su mesa lista cuando llega a casa (y el hecho de que yo llegue antes no hace que venga a ser apantallada mientras tomo una piña colada), y piense que yo voy a estar encantada de lavar los platos después de cenar. Nono, no puede ser que el REALMENTE piense que sería un placer para mí no recibir ningún tipo de ayuda, ya que puse mi mejor esfuerzo en hacer algo que le guste comer. Me rehuso a aceptar que crea que son duendes los que lavan su ropa, la extienden y la doblan para que el solo tenga que ponérsela después (y todavía tenga el tupé de rezongar si alguna manchita no salió). Alguien hace el trabajo que él encuentra hecho. Y es la razón por la que hoy tengo la completa convicción de que el esposo tiene algún tipo de enfermedad que le previene ver que soy YO la que lo hace. El simplemente debe creer que yo tengo escondida ayuda doméstica debajo de la mesa, o que un ejército de duendes está a mis órdenes, o los Pitufos. Sea lo que sea, el cree que es así.


Lo más curioso de ésta enfermedad es que afecta el habla, también. Verán, cuando amigos o familia preguntan qué hicimos tal día, el responde lo más pancho “cocinamos tal cosa”, o “hicimos tal otra”. Y yo me quedo con la boca tocando el pavimento, mirándolo. Su dificultad de utilizar el modo plural y su capacidad de darme el crédito desaparecen como por arte de magia en esos casos.


A veces le pido que lave los platos, a veces. Su respuesta es apilonarlos en la pileta y decirme “más tarde voy a lavar”, sentándose de nuevo frente a la tele. Es así como llega el día siguiente, y como que la bandera es tricolor, los platos siguen ahí. Pueden llegar a pasar tres días, y yo, verde de rabia, me muerdo para no tocar los benditos platos y ver si se digna a lavarlos, pero no. La pila solo sigue creciendo. Finalmente y cuando para comer solo queda como alternativa la tapa del basurero, pego el grito al cielo y me pongo a lavar. Ahí por supuesto cae él, pobre víctima de la esposa ogra, diciendo “yo AHORA iba a lavar, estaba dejando en remojo!!!!!!”. Claro que si, claro que si. Es más, hoy a la hora de cocinar, voy a dejar todo afuera, para que se aclimate a la temperatura ambiente, y mañana nomás vamos a comer.


Por eso les digo hoy, queridos amigos, que yo estoy convencida de que el esposo no querría abusar de mi o acabar con mi paciencia. Debe ser que está enfermo, verdad? Tiene que ser así, es la única explicación. Alguien sabe donde encuentro un especialista en alucinaciones de esclavas domésticas?


*exponentes nacional e internacional de la cocina.
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